Este 1° de diciembre Andrés Manuel López Obrador asumirá la presidencia de México, lo que sin duda constituye un hito en la historia reciente del país. Durante los últimos 152 días, que han transcurrido desde las elecciones del 1 de julio, hemos visto todas las incidencias, acontecimientos, encontronazos y un sin fin de circunstancias que han abonado al escalamiento de un clima de incertidumbre, en gran parte exacerbado por medios de comunicación y la polarización existente en redes sociales.
Entre los traspiés o aspectos que se le han criticado a la actual administración destaco los siguientes:
- Su acercamiento a personajes siniestros para la democracia.
- La representatividad y legitimidad de sus consultas ciudadanas.
- La irresponsabilidad y ligereza con la que se han manejado algunas iniciativas de alto impacto económico en el Congreso por legisladores de MORENA.
- La arrogancia, fanfarronería y altivez que han mostrado unos cuantos morenistas ante la victoria avasallante en las elecciones del pasado julio: “De la reforma educativa no quedará ninguna coma”, “Se las metimos doblada”, “Prensa Fifí”, solo por nombrar a algunos ejemplos.
Pero ¿qué es una transición?
Más allá del acto protocolario y simbólico, en el que se le colocará la banda a quien será nuestro nuevo presidente, en el plano psicológico, todos los actores sociales estamos transitando por un abanico de sensaciones y escenarios: caos, incertidumbre, esperanza, miedo, confusión, ilusión, optimismo, pesimismo. A diferencia de los últimos cambios de estafeta, este conlleva una alta carga emocional, al representar de momento, por lo menos en el discurso, una ruptura con el pasado, con los códigos y protocolos bajo los cuales se establecían nuestras relaciones y aproximaciones con el gobierno y el poder.
Para muchos, la transición provoca un sentido de pérdida, por eso es necesario un manejo cuidadoso de la misma, sin ello, un nuevo inicio nunca se llevará cabo. Más allá de las caídas de bolsa, la huída de inversiones y las desalentadoras expectativas de crecimiento, el nuevo gobierno ha desatendido, ha olvidado o sólo ha sido omiso, bajo la euforia del triunfo, lo que está experimentando y viviendo la población en estos momentos.
A partir del día de mañana ya no estaremos donde habíamos estado, pero tampoco estaremos aún donde nos han prometido que estaríamos. Nadie nos ha dicho que nos preparemos para emprender el camino a una zona que demandará el despojarnos de antiguos vicios y cultivar la paciencia, el diálogo, el debate, el análisis y el interés colectivo.
En elecciones, la narrativa del cambio ocurre en dos momentos, un fin de época y el inicio de algo nuevo, como si a través de la alquimia o un conjuro pasaramos de un estado a otro. La verdad es que no es rentable mencionar que entre estos dos momentos existe una zona neutral, que es árida, rasṕosa, incómoda e insegura, pero sin duda necesaria para lograr el verdadero cambio. Esa es una transición.
Mientras más rápido nos hagamos conscientes de esto, estaremos mejor preparados para afrontar los acontecimientos que veremos a partir del 1 de diciembre y darles su justa dimensión. Caer en el señalamiento y descalificación automática de cualquier error del nuevo gobierno acrecentará la polarización y fractura social.
Asimismo, el nuevo gobierno debe dejar de lado el discurso triunfalista, ideal para el periodo de campaña, y tomarse en serio una estrategia de sensibilización. Hasta el momento, las señales que han dado es que han manejado la transición a través de la confrontación e imposición, exasperando los ánimos de no unos pocos. Esperemos, por el bien de todos y del país, ver más consistencia, veracidad, claridad y comunicación en quienes nos estarán dirigiendo por los próximos seis años.
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