La euforia por la llamada cuarta transformación podría verse eclipsada o ahogada mucho antes de que siquiera inicie. La posible cancelación del Nuevo Aeropuerto Internacional de México (NAIM) traería consecuencias no deseadas para el próximo gobierno. Primero, por las pérdidas económicas que representaría el abandono del proyecto y el reinicio de uno nuevo; en segundo lugar, por el mensaje que se envía al exterior de que el gobierno entrante no es capaz de respetar los acuerdos y contratos celebrados entre la administración pública y el sector privado, vulnerando las inversiones de estos últimos y propiciando un entorno de incertidumbre e inestabilidad en los mercados financieros.
La consulta popular que se realizará del 25 al 28 de octubre, en 538 municipios de las 32 entidades del país, pretende representar la opinión de la ciudadanía sobre el NAIM. El resultado de este ejercicio dará pauta para la continuidad del proyecto en Texcoco o su consecuente traslado a Santa Lucía.
Desde una perspectiva puramente popular se podría entender la intención de hacer partícipe al pueblo de las decisiones más trascendentales en el país, sobre todo si entre la ciudadanía la figura principal del nuevo gobierno goza de los niveles de aceptación más elevados de las últimas siete décadas, sin embargo, me pregunto a qué costo se debe lograr dicho cometido, si además existe una instancia institucional (poder legislativo) encargada de representar dicha opinión pública. Parece gracioso que la nueva administración aún no inicie su sexenio y ya corra el riesgo de ser vista como inestable, justo lo que se deseaba evitar.
De acuerdo con diversos especialistas, la opción más adecuada es la terminal de Texcoco, pues los trabajos realizados ahí representan un 30 % de avance y estiman que, de suspenderse, las pérdidas podrían superar los 120 mil millones de pesos. El costo inicial sobre el cual se presupuestó la magna obra fue de unos 13 mil millones de dólares, mismo que se financió a través de bonos, créditos con el sector bancario y gasto público. Si se cancela el proyecto, el gobierno tendría que pagar por adelantado unos 10 mil 480 millones de dólares, lo que representa casi el 1 % del Producto Interno Bruto de México, de acuerdo con BBVA. A esto se deberán sumar los costos que generaría iniciar un nuevo proyecto en Santa Lucía, mismos que superan los 200 mil millones de pesos, acorde con estimaciones del Colegio de Ingenieros Civiles de México.
En paralelo, no debemos perder de vista la coyuntura de la economía mexicana con una tasa de inflación por encima del objetivo establecido y reaccionaria a los movimientos del tipo de cambio, además de tasas de interés elevadas que desincentivan la producción real y limitan el crecimiento económico. En ese contexto, adicionar un mensaje negativo que inyecte nerviosismo e incertidumbre a la inversión extranjera sería una jugada de lo más incorrecta, pues acabaría por minar el endeble crecimiento económico en el corto y mediano plazo, lo cual afectaría, en última instancia, a quienes se busca beneficiar con su participación.
Las expectativas de la ciudadanía sobre las labores del futuro gobierno son elevadas y positivas, situación que podría ser parte del móvil que impulsa la realización de la consulta. Por otra parte, el sector empresarial comienza a sentirse nervioso por el resultado final y la posible cancelación del aeropuerto, que de concretarse, se convertiría en el primer conflicto real entre el sector empresarial mexicano y el nuevo gobierno.
No sobra decir que dicha situación no le conviene a ningún mexicano, pues las empresas son quienes generan más del 90% del empleo en el país y el gobierno está en la obligación de brindar certeza en los ámbitos de su competencia, para que las empresas formen parte del desarrollo económico. Contraponer al sector empresarial con el gobierno desde un inicio únicamente socavaría el desarrollo que se pretende alcanzar y terminaría por sembrar inestabilidad, incertidumbre y baja inversión en el país desde el comienzo del nuevo sexenio.
Hay un principio universal que no debe ser olvidado nunca por ningún gobierno: el pueblo se mostrará complacido y servido siempre que su seguridad económica no se ponga en riesgo. Así, la lealtad de las masas suele limitarse al nivel de bienestar que un mandatario o un gobierno pueda asegurarle. Cuando el bienestar económico merma en una sociedad, se desata una serie de complicaciones que modifican y afectan el entramado social, lo cual propicia la proliferación del crimen organizado, la corrupción de las instituciones públicas, los repuntes de la delincuencia, el endurecimiento de la pobreza, entre otros.
La aceptación que hoy goza AMLO será tan frágil como lo sea el evolucionar de la economía en los siguientes meses y años, principalmente la que se refleja en el comportamiento de los precios de los bienes y servicios que cotidianamente demandan los sectores más amplios de la sociedad (el de ingresos bajos).
A manera de reflexión pregunto ¿de verdad vale la pena intentar congraciarse más con el pueblo al tomar una decisión que en el mediano y largo plazo podría socavar su bienestar económico y derrumbar el optimismo popular entre el electorado? Sinceramente yo pienso que no. La eficiencia y las acciones basadas en resultados deberán ser el eje rector de todo accionar público, tanto en el actual como en posteriores gobiernos. Su deber es velar por el bienestar de los mexicanos y gran parte de ese bienestar se sustenta en una economía sana.
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