En México, como en otros países del mundo, el sector de la cultura (y el turismo, inmerso en esa misma etiqueta) representan grandes posibilidades para el desarrollo de la economía, sin embargo la visión que existe al respecto del arte y las humanidades por parte de la sociedad, las instituciones, los economistas y los propios creadores, impide el crecimiento de este sector como industria y deja la puerta abierta a la gigantesca industria del entretenimiento, que además se encuentra dominada por empresas extranjeras y una dinámica monopólica al interior del país. Aunque las reformas a las leyes de telecomunicaciones han buscado expandir los límites de los medios y de sus inversores, no podemos negar que en general radio, televisión y editorial están dominados por uno o dos gigantes, que impiden el desarrollo de pequeñas empresas dispuestas a cambiar el paradigma.
Por su parte, la Cultura, con C mayúscula, lo que conocemos como Alta Cultura, depende totalmente del Estado, al obtener ingresos solamente desde sus instancias, tanto para los creativos como para las instituciones, las becas, las convocatorias y los presupuestos están supeditados a los designios del gobierno en turno, presupuestos que hemos visto disminuir constantemente y mucha veces están condicionados por los propios círculos de la academia y las artes, por lo que no llegan a quienes están dispuestos a producir nuevos contenidos.
Esta dinámica, además de los prejuicios existentes en torno a las profesiones humanistas, limita por completo la posibilidad de crecimiento para productores, creativos, gestores e inversores, que fácilmente ven en áreas como el arte, la literatura, la danza, el cine o el teatro, sectores poco redituables cuando se trata de producciones independientes o que no pertenecen a las grandes empresas de espectáculos o editoriales extranjeras a la caza de best sellers. Sin embargo, en medio de estos dos extremos (el que deja ganancias millonarias, pero impide el desarrollo de espectáculos y alcance al público, y el de la Cultura vista como el trabajo de las musas, pero separado de las grandes masas) existe un vacío desproporcionado que afecta no solamente a los profesionistas, sino a la sociedad en general, desprovista de imágenes identitarias que le ayuden a formarse una representación propia, inmersa en su contexto, de sustrato histórico y cultural.
El gran problema radica en que las grandes industrias generan identidades estandarizadas, las producciones mainstream, diseñadas para agradar a públicos de supuestas minorías, agregan rasgos identitarios de, mexicanos, por ejemplo, para agradar a estos públicos, pero la figura general mantiene un modelo homogéneo, visto en todos los programas, las canciones, las películas, los libros, de esa forma el espectador se siente aludido, aunque al mismo tiempo se queda con una imagen que no lo representa, ni su realidad, ni a sí mismo, pero que sí provocan expectativas inalcanzables. Esta situación deja a las personas frente a productos vacíos y alejados de su identidad (o demasiado caros) y a productos que considera aburridos, folklóricos o sencillamente inteligibles, en el caso de la cultura con C mayúscula.
Esto no significa que el ser humano no pueda identificarse con miembros de culturas diferentes a la suya, por el contrario, el arte tiene la capacidad de recordar tanto las diferencias como las coincidencias del espectador, pero en los productos no subyace una raíz humana, sino una intención de ventas.
Un problema de todos
Para cambiar o intervenir en este paradigma existe un triángulo que necesita trabajar en conjunto: los artistas o gestores culturales necesitan reconocer nuevas estrategias basadas en las dinámicas de la industria del entretenimiento, marketing, administración, etc, pero también inversores dispuestos a destinar dinero, con la seguridad de que obtendrán ganancias suficientes para no ser solamente benefactores, sino socios de quienes crean el arte y la cultura. Por su parte, el gobierno necesita voltear a ver a este sector, verlo como una oportunidad de desarrollo económico y no solamente como un rubro más del presupuesto, políticas públicas que apoyen a los emprendedores culturales darían oportunidad a estos pequeños creativos de formar parte activa de la economía nacional, mientras se desarrollan profesionalmente dentro de sus sectores. Sin embargo ese panorama requiere dejar atrás viejos paradigmas del arte y la cultura y también flexibilidad por parte de los empresarios.